Me estás matando, Susana (México, 2016), tercer largometraje del reaparecido Roberto Sneider (Dos crímenes/1995, Arráncame la vida/2008), inicia con nuestro protagonista, el treintón actor teatral/telenovelero/en-lo-que-caiga Eligio (Gael García Bernal), llegando hecho la mocha al departamento de la Condesa que comparte con su esposa, la guapa aspirante a escritora Susana (Verónica Echegui). El tipo abre la puerta silenciosamente, se cuela de puntillas, deja las llaves en la mesa tratando de no hacer ruido, se quita la ropa, trota hacia la cama y, ya que no puede convencer a su mujer de que está listo para lo que ella quiera (“Estoy borracho, pero poquito”), se queda dormido.
Una escena similar vemos hacia la última parte de la película, cuando Eligio llega nuevamente al cuarto de Susana –sólo que ahora en las residencias de la Universidad de Middlebrow (digo, Middlebrook), en algún pueblito “elotero” de Iowa- en condiciones muy parecidas a las del inicio del filme. Para entonces, el retrato logrado por García Bernal ha quedado casi completo: Eligio es un irresponsable macho mexicano, proveniente de “la época de las cavernas”, cínico y desvergonzado… pero también simpatiquísimo, ocurrente y atractivo por lo imprevisible. Después, para rizar el rizo, lo veremos en su peor cara: como un pobre diablo risible, hipócrita e infantil. Como quien dice, de pena ajena.
Gael encarna de forma brillante las dos caras de la misma narcisista moneda: es el pícaro y atrayente macho conquistador, descendiente directo del Pedro Infante de Los 3 García (Rodríguez, 1946) y, al mismo tiempo, es el chantajista, mezquino, pobre-diablo y jarrito-de-Tlaquepaque que es su primo, el acomplejado Abel Salazar de la misma cinta. Más allá de su barniz hípster y su fluido bilingüismo, el Eligio de Gael sigue arrastrando –peor aún: presumiendo- los peores tics de la psique nacional.
Sobre la popular novela “Ciudades desiertas” (1982) de José Agustín, el director Sneider y su actor protagónico Gael –y acaso exagero al darle este nivel de coautoría al actor, pero me vale madres, como diría Eligio- han logrado, por un lado, entregarnos un retrato jocoso, cruel y hasta patético del machismo que sigue perviviendo entre nosotros –o por lo menos eso me ha dicho el primo de un amigo- y, por el otro, la crónica de una enfermiza relación de una pareja que no puede realmente disolverse porque uno y otra aman hacerse la vida imposible. La vida juntos es insoportable, qué duda cabe, pero la vida separados es imposible.
Y es que como dice el clásico himno masoquista que se escucha en los créditos finales, “Llegaré hasta donde estés/Yo sé perder, yo sé perder/Quiero volver, volver, volver”.